Después del reciente gran apagón en España y los temores de que la guerra entre Rusia y Ucrania se desbordara, Europa recomienda tener siempre a mano un kit de emergencia: agua potable, alimentos no perecederos, un botiquín, medicamentos, una linterna y, por supuesto, una radio a pilas. «No olviden las pilas de repuesto», insisten.
Entonces me acordé de ella.
La Spica es la radio de la infancia que sobrevivió a mudanzas, años de polvo y olvido. La encontré entre cajas de cosas guardadas sin saber para qué. Su funda de cuero ajada y agrietada de tiempo. Le coloqué las pilas con cierto escepticismo, pero en cuanto giré el dial resucitó, con ese sonido áspero y cálido de las viejas radios a transistores.
Fue esa misma Spica la que en el pueblo de mi infancia escuchaba las voces que llegaban de lejos. Esa magia me llevó luego al periodismo escrito y la TV a contar historias con palabras e imágenes. Pero el aire es el aire: la radio guarda algo que ningún otro medio tiene. Aún escucho en mi memoria el repiqueteo de la teletipo en la redacción, imprimiendo día y noche noticias al instante.
Recuerdo al perrito de la RCA, orejas alzadas, escuchando la vitrola. Después vinieron los tocadiscos, los casetes –breve reinado–, los CDs, los DVDs, los pendrives… Hoy, toda la música del mundo cabe en una aplicación en un celular.
El salto de lo analógico a lo digital nos sacudió. Todo se volvió efímero: lo nuevo envejece en horas. Pero la radio resiste. Más de un siglo en el aire y sigue ahí, testigo de guerras, pandemias, revoluciones. Se reinventó, se hizo digital, se coló en nuestros teléfonos, pero nunca perdió su esencia.
Antes, las innovaciones tenían tiempo de echar raíces. El telegrama, el Morse, las operadoras que preguntaban ¿número?, las radiollamadas… Todo cayó bajo la ola del celular, el Whatsapp, el Zoom. La información también evolucionó: del cable submarino al satélite, de la televisión a las redes sociales. Pero la radio sigue siendo ese hilo invisible que nos une cuando todo lo demás falla.
Ahora, con la sombra de un conflicto nuclear, la Spica vuelve a ser necesaria. La colocaré en el kit de emergencia, junto a las pilas nuevas.
Y tal vez, cuando la vuelva a encender, entre las interferencias, vuelva a escuchar las voces de la infancia: las canciones de entonces, las noticias que cambiaron el mundo, el eco de los que ya no están.
La radio no muere. Solo se queda en silencio, esperando que alguien, en algún lugar, gire el dial y le devuelva la vida.