Por Jésica Rodríguez*
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“Castillos en el aire” así parecen ser por estos días, luego de la furiosa sudestada que azotó nuestras costas, las casas de Villa Faro Recalada. Traen a mi memoria esta canción que mi mamá escuchaba en el pasadiscos cuando yo tenía 5 años. Me gustaba mucho escucharla, para mi era una canción infantil. Habla de volar como las gaviotas, de construir castillos entre nubes de algodón.
De ventanas fabulosas llenas de luz, de magia y de color. Ahora comprendo que estas letras tienen un significado mucho más profundo. Simbolizan ir tras los sueños, los deseos, irrazonables para algunos, fuente de inspiración pará otros. Pienso que hubo quienes soñaron eso para este caserío hoy tan frágil. Fantasearon con ventanas fabulosas con vista al mar, ¿qué puede ser más mágico que eso, verdad? Amaneceres y atardeceres infinitos.
Ser vecinos de un gigante que nos cuida con su mirada atenta, el faro más alto de Sudamérica, el mismo que cuida las espaldas de estas casas y que puede enviar señales a 52 kilómetros de distancia. Por cierto, déjenme decirles como por lo bajo, para que nadie se entere de este tesoro escondido, es un lugar único, y entiendo las razones de por qué algunos decidieron quedarse aquí para siempre.
Hoy los cimientos desnudos dejan ver el interior de las viviendas, como en una cirugía en la que todo queda expuesto, sangrando. Aún así me recuerdan a castillos. Caracolas grabadas en el muro roto, las hay blancas y rosadas. También pequeños azulejos brillantes duermen caídos en la arena mojada. Además ¡tras la tormenta, ha salido el sol! , después de esos dos días de lluvia y viento; todo parece que puede estar mejor solo porque su luz baña la escena de colores. El cielo celeste limpio y el aire fresco, como renovado, parecen dar un nuevo inicio. La tormenta dejó su huella y ya pasó.
Lo que observo desde la distancia me da mucha tristeza, tanto que no me animo a bajar de mi bicicleta a tomar fotos. Veo a un hombre subir a su casa por una escalera temblorosa, con una bolsa de hacer mandados en una mano y la llave de su casa en la otra, simplemente no puedo tomarle una foto. La destrucción se ve desde lejos, el corazón herido del que pierde algo que ama no siempre lo vemos. Pero ahí están. Corazones socavados por el viento sur.
El paisaje trae como por un látigo a mi memoria sensaciones ya vividas. Me recuerda las ruinas de Epecuén, Carhué, lugar en el que residí durante 5 años y que comparte con esta Villa esa mezcla de nostalgia, sueños y anhelos. Comparte también, la sal y el agua que lava las heridas siempre abiertas de sus habitantes.
Lo cierto es que poner palabras a esa inundación que cambió la vida de toda una comunidad, recorrer sus calles, ver fotos de lo que otros soñaron para su vida, es inspirador. Puede parecer contrario. ¿Ruinas inspiradoras? Y es que todos somos ruinas en pie, la vida nos ha ido golpeando, una adversidad tras otra , de algunas salimos mejor parados y enseguida ponemos manos a la obra para seguir, juntando nuestros pedazos mientras caminamos con la mirada ya distinta, cargada de una experiencia que dejó huella. Otras nos dejan arruinados. Nos sentimos como estas casas que hoy veo, como en el aire, no podemos hacer pie para continuar. Apenas nos recuperamos de un golpe y vemos aproximarse otro.
Pienso en los temporales que pasaron por Bahía Blanca y sus alrededores. Procelas furiosas, como una ola tras otra, sin descanso ni tregua que te deje recuperar el aire para llegar a la orilla. Es que el clima está cambiando rápidamente y algunas cosas no cambian, permanecen iguales por años. Desidia inmóvil. La verdad es que la solidaridad no alcanza cuando hay quienes no tienen la humanidad necesaria para ponerse las zapatillas, hoy mojadas, de el de a pie.
La playa hoy se ve distinta. La encuentro, igualmente, bella. Imperfecta, revuelta, sangrante, pero me somete a sus pies. El azul profundo del agua y la espuma más blanca que nunca, los dibujos que el viento sur grabó a fuego sobre la arena, cambiando así su arquitectura en una noche, me atrapan en una fotografía tras otra.
Y es que cada uno de nosotros guardamos cientos de fotos de El. No hay viento ni marejada que nos haga olvidar el mar. Encontramos algo más valioso aún si el agua salada lo talló a su capricho. Conservamos trozos de maderitas que descubrimos en la orilla como tesoros que las olas traen a nuestras manos. El mar es el ruido con el que nos dormimos y despertamos, a veces nos susurra al oído dulcemente. Algunas pocas lo escuchamos rugir, pero sabemos que es el mismo mar que nos ha consolado cuando no había nadie que escuchara. Ese gigante azul que siempre nos abraza y que está ahí, para nosotros incondicionalmente.
(*) Vecina de Sauce Grande.
Fotos de Jésica Rodríguez