En una visita reciente a Junín, provincia de Buenos Aires, en conversaciones cotidianas con vecinos −la mesera del club social, el mozo de un café, el remisero, el conserje del hotel y hasta algún policía− surgió un tema recurrente: el problema de las cárceles en esa ciudad bonaerense.
Todos coincidían en un diagnóstico: la superpoblación carcelaria no solo golpea puertas adentro del penal sino que impacta directamente en la vida del municipio. Los familiares de los internos, en su mayoría sin empleo estable ni redes de contención, llegan desde distintos puntos de la provincia y terminan engrosando la precariedad social de las 16 villas miseria existentes en Junín(*).
Allí sobreviven muchas veces en condiciones de hacinamiento y exclusión, recurriendo a la prostitución, la venta de drogas o pequeños robos para subsistir. El fenómeno revela la doble cara del sistema penitenciario: un hacinamiento intramuros que se desborda y genera marginalidad extramuros.
La inseguridad en Junín durante 2025 se ha convertido en una preocupación creciente, tanto para los vecinos como para la política local. Si bien no se trata de uno de los distritos más violentos de la provincia, sí se percibe una fuerte sensación de abandono en materia de seguridad, sobre todo en los barrios periféricos y en las zonas rurales. Las cárceles actúan como polos de atracción de problemáticas sociales que exceden al delito original de los detenidos: familias sin recursos que se asientan en el municipio, incremento de la demanda en servicios sociales que el Estado local no logra cubrir y la reproducción de economías ilegales que aumentan la conflictividad barrial.
El caso Junín debería servir como advertencia a quienes defienden la instalación de nuevas unidades penitenciarias en otros puntos de la provincia como motor de empleo y desarrollo económico. La realidad muestra que los supuestos beneficios se diluyen rápidamente si no se acompaña de políticas sociales integrales que contengan a la población vinculada al sistema carcelario.
El dilema que plantea Junín obliga a pensar más allá de la lógica de más cárceles. La construcción de unidades penitenciarias puede ser parte de una respuesta técnica a la superpoblación, pero no resuelve por sí misma las consecuencias sociales que acarrea. Se requieren políticas coordinadas que aborden de manera simultánea la reinserción laboral de los ex detenidos, la asistencia habitacional y laboral a las familias de los presos y la prevención de economías ilegales en los barrios más vulnerables.
Una posible vía es descentralizar el sistema penitenciario con criterios de regionalización, acompañados de un municipio con capacidad autonómica, con sus cartas orgánicas municipales que puedan también tratar el tema de la inserción del que delinque en la comunidad, para que los municipios tengan facultades de planificar estrategias de integración social.
Al mismo tiempo, deben fortalecerse los programas educativos y productivos dentro de las cárceles, evitando que la reclusión se convierta en una escuela de reincidencia.
El caso de Junín no debería ser leído solo como un problema local, sino como un espejo de los costos invisibles de un sistema penitenciario desbordado: inseguridad, pobreza y marginalidad. La pregunta ya no es si conviene construir cárceles, sino cómo garantizar que no multipliquen la exclusión en los territorios donde se instalan.
(*) Los presos alojados en las cárceles de Junín −principalmente en la Unidad Penal N°13, la Unidad Penal N°16 y la Alcaldía Penitenciaria N°49− provienen de una diversidad de partidos del noroeste bonaerense, aunque también se registran traslados desde el conurbano y otras regiones de la provincia bonaerense.