Entre el cielo y el infierno. Lo que subyace en el crimen del “curandero” del Barrio Esperanza

El “paraguayo” era un hombre común. Como la gente común. Con sueños, proyectos, malos días y con ganas de vivir mejor.

Para eso tenía una vida “multitasking” (multitareas), repartía sus horas en vender ollas, envases plásticos, perfumes, baratijas y todo cuanto llegara a su casa. Y en otras horas también era pai umbanda (decía él) aunque en el barrio lo llamaban “curandero”.

No perdía mucho tiempo en debatir esos asuntos lingüísticos, en definitiva lo único que importaba era ser de ayuda para quienes iban a consultarlo.

La salud le jugó algunas malas pasadas. Una salud que nunca cuidó: le habían amputado un pie por una complicación y estaba postrado, en espera de una nueva consulta médica, con mal pronóstico, en la vecina ciudad de Bahía Blanca.

Una alimentación que nunca fue buena y también algunos excesos (según cuentan algunos tímidamente).

El lugar de residencia suburbano, con lo que esto significa. Un lugar de escasas comodidades pero de mucho afecto y contención barrial. Un lugar donde el otro es parte del propio mundo también, y entre todos construyen lo que son.

El Barrio Esperanza, reducto de historias únicas, irrepetibles, con sueños y utopías, pero llenas de simplezas y resignación a un futuro difícil de buscar fuera de ese lugar.

Con “el diario del lunes”, como se dice en la jerga cotidiana, surgen los rumores. Que era una mala persona, que le mentía a la gente, que había abusado de una menor… una y otra historia. Ninguna confirmada. Solo rumores.

Y de esta misma manera se corre la voz de que su asesinato en la oscuridad de la madrugada de ese sábado era producto de una venganza por la acusación de abuso.

Pero sus asesinos (un joven de 18 y otro de 17 años) también cargan su mochila. Delincuencia, consumo, vida sin rumbo, sin trabajo, sin estudio, sin familia contenedora. Dos jovencitos que tal vez actuaron por el impulso de la justicia por mano propia o del consumo de estupefacientes que tenían en sangre.

Una doble tragedia entonces. Un hombre asesinado de dos disparos, que no solo no podía defenderse porque estaba postrado sino que ni siquiera pudo prevenir este ataque porque estaba durmiendo. Así lo encontró la muerte. En la mano de dos delincuentes, en la soledad y la tristeza de su vida.

Dos jóvenes que pasarán muchos años en la cárcel, seguramente, por un accionar apresurado e injusto. Porque aunque quisieran argumentarlo como justicieros, no han sido más que dos asesinos. Y su futuro es mucho menos alentador que la vida de vagancia que tenían. El mundo carcelario los espera. Donde no hay tregua ni perdón.

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