Faro Recalada. Sinónimo de Monte Hermoso que atraviesa la línea del tiempo enlazando abuelos y padres con hijos y nietos

Faro Recalada

Con el GPS, que determina la posición exacta de una pelota de tenis en medio de cualquier océano, la misión de los faros se transformó en decorativa. Si vale la comparación, gran buzón de correo en tiempos de wasap.

Hoy, un barco en emergencia en altamar no necesita del rayo de luz intermitente que lo oriente desde la costa. Alcanza con el posicionador satelital del celular del capitán.

Pero pregunto: ¿Qué ocurriría si el satélite que abastece la información quedara fuera de servicio o sus operadores, por las razones que fueran, decidieran bloquear la señal a determinados países y caemos en la volteada? ¿Qué hace, cómo se orienta el capitán a la deriva perdido en el Atlántico? Esta hipótesis alcanza y sobra para justificar que los faros sigan alumbrando con su haz de luz la noche de los tiempos.

Faro Recalada es sinónimo de Monte Hermoso. Su estructura llegó de Francia, nació en la misma casa matriz de la torre de Eiffel y se montó aquí para orientar a navegantes de comienzos del siglo pasado la ruta de acceso al puerto de Bahía Blanca. Parpadea cada diez segundos y su luz se percibe hasta cincuenta y dos kilómetros mar adentro.

Un faro es linterna en la oscuridad de la noche y durante el día los colores distintivos de su estructura son referencia visual a la distancia. Seguramente el rojo y blanco del club Atlético Monte Hermoso se inspiró en los colores pálidos por el óxido del Faro Recalada.

Hay otras profundas razones que entrelazan faros y balnearios en un solo corazón. Es lo primero que vemos desde la ruta cuando nos aproximamos al lugar de vacaciones y el último vestigio de verano y playa al partir y mirar por el espejo retrovisor la historia que dejamos atrás.

Foto, Museo Histórico de Monte Hermoso

El faro es mezcla de ficción y realidad, de misterio, aventura y fantasía. El del fin del mundo de la isla de los Estados, que inmortalizó Julio Verne; el de Alejandría, una de las  siete desaparecidas maravillas del mundo. El faro que dio nombre a la  película del director Eduardo Mignogna y el de la cautivante novela de Vera Palmeri, ambientada en el Monte Hermoso inicial.

Con marejadas, tormentas y tempestades, alumbra a través de sistemas electrónicos que hacen innecesario al marinero de antaño. Los imaginamos subiendo y bajando cientos de escalones para prender su luz cuando se apaga el día y desenchufarlo al final de la noche.

No es lo mismo vivir con o sin faro en el horizonte con su permanente pestañear. Para mí es el Recalada, pero es indistinto, puede ser el de Claromecó, Punta Mogotes, el Querandí o el que tengamos a tiro de los ojos o la ficción.

El faro atraviesa la línea de tiempo, enlaza abuelos y padres con hijos y nietos. Fue antes, es durante y será después de nosotros. El faro ha visto crecer a los pibes del balneario. Es más, los conoce de moisés, gateando en charquitos que deja la marea cuando se retira en la bajante. Recuerda verlos jugando a la cabecita con pelota de goma en atardeceres tranquilos o en picados de once en cancha de arena seca y arcos señalados con ojotas enterradas hasta la mitad.

El faro fue testigo del pibe aprendiendo a pescar de la mano del padre; de mates y galletitas con paté y partidos de tejo de abuelos y nietos. Vio despertar el amor y la angustia por la carpa vacía por la piba que terminó las vacaciones y partió con su familia de regreso a casa.

El faro fue testigo de los primeros besos furtivos entre tamariscos con la compañera de secundaria que culminó en casamiento; de la llegada de los hijos y la tristeza por la reposera vacía del amigo o familiar que nos dejó.

El faro reproduce el  ciclo de la vida que se repite con la misma persistencia de su haz de luz, noche a noche, año tras  año. A veces percibo que nuestro pasado y nuestros seres queridos se corporizan en ese instante que prende y apaga, que llega y se va.

Como un destello, como la vida misma.

Porque el faro no solo ilumina, también late.

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