«Resulta una gran ironía que, a más de treinta años de haberse decretado “el fin de la geopolítica”, sea precisamente la geopolítica la que hoy amenace a la globalización y a la posibilidad de construir un orden internacional». Alberto Hutschenreuter
La geopolítica de los condenados no es una corriente más: es la voz interrumpida de los pueblos oprimidos que aún arrastran las cadenas invisibles del coloniaje. Hoy esas cadenas ya no tienen forma de invasión armada sino de tratados asimétricos, deuda externa, plataformas digitales, discursos de desarrollo y promesas de integración que ocultan el nuevo coloniaje. En esta cartografía desigual, los países del Sur no ocupan un lugar, lo padecen.
Desde el pensamiento justicialista –que aún ofrece respuestas para interpretar el mundo– esta injusticia no es una anomalía del sistema: es su mecanismo esencial. Un engranaje cuidadosamente diseñado para perpetuar el despojo, la desigualdad y el desarraigo. Frente a esta maquinaria, la tercera posición formulada por el Gral. Juan D. Perón sigue siendo una brújula ética y política: ni sometidos al capital financiero ni absorbidos por modelos colectivistas, sino afirmados en una comunidad donde el trabajo genera sentido, la soberanía es verdadera, y la ciencia está al servicio de los pueblos.
Los regímenes hegemónicos no solo administran el poder: desestructuran identidades, erosionan culturas y destruyen vínculos. Sustituyen la fraternidad por la competencia, la solidaridad por el consumo. La centralidad del ser humano –pilar del Justicialismo y de la Doctrina Social de la Iglesia– colisiona con una lógica tecnocrática que convierte pueblos en mercados, ciudadanos en consumidores y patrias en zonas de explotación.
En esta nueva etapa del coloniaje, los ejércitos se han vuelto innecesarios. Bastan lobbies, fusiones empresariales, mecanismos crediticios. Ya no hay virreyes, pero sí CEOs. El resultado es el mismo: pueblos sin destino, obligados a exportar lo que no consumen y a consumir lo que no producen. Nos ofrecen modernización pero arrebatan nuestra identidad. Nos prometen integración pero imponen dependencia.
La geopolítica de los condenados es más que un marco analítico: es una insubordinación fundante; una rebelión espiritual frente a un orden que deshumaniza. Exige reorientar el sentido profundo de la política: que la economía vuelva a estar al servicio del hombre, que la técnica sea medio y no fin, que el trabajo recupere su potencia creadora de comunidad.
Desde la patria profunda, que aún resiste, se levanta la urgencia de un nuevo continentalismo: no de los capitales sino de los pueblos. Una alianza moral entre naciones que, aunque sometidas, conservan su alma intacta. Una arquitectura de justicia que reemplace el chantaje financiero por la cooperación productiva, la lógica del descarte por el derecho a existir dignamente.
El Justicialismo enseñó que donde hay una necesidad nace un derecho. Y hoy, la necesidad es continental: volver a humanizar la política, a federalizar el poder mundial, a despertar a los condenados de la tierra. Antes de que nos roben, también, el porvenir.