Los municipios bonaerenses viven bajo una ficción democrática que cada dos años los convoca a las urnas pero no les permiten decidir por lo que realmente importa. Elegimos intendentes y concejales, sí, pero ellos siguen atados de pies y manos a un esquema centralista, vertical y mezquino que responde a una lógica colonial: todo se decide en La Plata, y el interior obedece.
Somos una colonia electoral. Nos piden los votos, nos reparten boletas, nos prometen obras. Pero el verdadero poder sigue concentrado en un puñado de ministerios, direcciones y legisladores que viven en la capital provincial –la “civilización”– y miran a la región surera como la «pampa bárbara»: subordinada, útil sólo en elecciones.
La estructura política bonaerense está diseñada para garantizar la reproducción de esa minoría que gobierna desde escritorios, mientras los pueblos se despueblan, los caminos se rompen, y los recursos no llegan.
El Decreto Militar 6769/58 –la llamada “Orgánica de los Municipios” – es hoy un esqueleto anacrónico. Fue pensada para una provincia chica del siglo pasado. Pero no para una Buenos Aires de más de 18 millones de habitantes y 135 municipios con realidades tan diversas como inabarcables desde el despacho del gobernador.
No hay autonomía real. No hay descentralización ni desconcentración de poder. No hay reforma tributaria ni representación política equitativa en la Legislatura. La ley electoral parte de 1935. Los concejos deliberantes no tienen peso, las comunas no pueden administrar ni sus propias tierras, y mucho menos planificar su desarrollo estratégico.
La política de La Plata se sostiene en base a un pacto de impunidad mutua: los intendentes alineados reciben recursos “para hacer gestión” y en contrapartida no reclaman cambios estructurales. Mientras tanto, los que se animan a levantar la voz quedan aislados, sin obras, sin coparticipación extra y, muchas veces, perseguidos por el Tribunal de Cuentas o la Fiscalía de Estado.
En nombre de la gobernabilidad, se silencia el debate sobre la autonomía municipal y Cartas Orgánicas. En nombre del federalismo, se consolidan estructuras profundamente unitarias. Y en nombre de la democracia, se bloquea toda forma de participación directa que dispute el poder real. Así, el régimen bonaerense se vuelve una maquinaria inmóvil, burocrática y autorreferencial, que gira sobre sí misma sin transformar nada.
¿Qué significa entonces recuperar el poder municipal?
Significa reformar la Constitución provincial y reemplazar el Decreto militar 6769/58 por una nueva ley de autonomías locales. Significa que cada municipio pueda definir su matriz productiva, administrar sus puertos, cobrar sus propios tributos, elegir su autoridad policial, tener un tribunal de justicia municipal, decidir su planificación urbana y proteger su identidad cultural y regional. Significa desconcentrar el poder –y recursos– para que el pueblo decida desde abajo, con participación vecinal y control popular.
No se trata de romper la unidad provincial, sino de reconstruirla desde sus raíces. Porque no hay unidad verdadera si se impone desde arriba. La unidad popular se construye respetando la diversidad, fortaleciendo las autonomías locales y generando mecanismos de integración horizontal entre municipios, regiones y sectores productivos.
La provincia de Buenos Aires no puede seguir siendo una provincia centralista disfrazada de federalismo. Sus municipios no pueden seguir siendo el patio trasero del poder platense ni el feudo de una clase política que vive de los recursos del pueblo sin devolverle poder al pueblo.
La reforma es urgente. No es técnica: es política. Y no la va a impulsar ningún iluminado desde la Legislatura. Tiene que nacer desde la bronca organizada, desde la conciencia municipalista, desde los pueblos que ya no quieren ser colonia de nadie.
Porque no hay justicia social sin justicia territorial.
Porque no hay democracia real sin poder local.
Y porque el pueblo que no gobierna sus municipios, no gobierna su destino.