La Plata, capital desde fines del s. XIX, fue concebida como un proyecto urbano moderno, racional y con pretensión de neutralidad frente a la ciudad de Buenos Aires, recientemente federalizada. Su fundación respondía más a un gesto político que a un diseño estratégico de desarrollo.
Esa decisión, histórica en su contexto, muestra hoy sus limitaciones. La Plata no logró convertirse en el verdadero organizador territorial de la provincia. Por el contrario, se consolidó como una capital administrativa, burocrática, lenta y pesada, alejada del interior productivo y excesivamente subordinada al AMBA. Su proximidad con la Ciudad Autónoma y el Conurbano diluyó su autonomía política, reduciéndola a una prolongación de la dinámica metropolitana.
El problema no es simbólico sino estructural. La Plata ha funcionado como un centro burocrático que articula el gobierno provincial con los ministerios nacionales y con la lógica del puerto del Buen Ayre, pero no como un nodo que equilibre las regiones bonaerenses ni que proyecte desarrollo hacia el interior.
En lugar de integrar, fragmentó: el conurbano se convirtió en el centro de gravedad política, mientras que la región del extra-AMBA quedó relegado a una relación periférica, con escasa capacidad de incidencia real.
La falta de una capital eficaz se refleja en la estructura municipal más fragmentada del país −135 distritos con competencias limitadas−, en la carencia de planificación regional y en la incapacidad de articular corredores productivos que vinculen la provincia con Santa Fe, Córdoba y la Patagonia. Una capital debe ser más que un asiento de edificios públicos: debe encarnar un proyecto de organización territorial y estratégica.
Si se piensa en términos geopolíticos, Buenos Aires necesita desplazar su eje institucional hacia un punto que permita reequilibrar el peso del AMBA con el del interior. Esa capital alternativa no puede ser impuesta por la lógica del pasado sino definida por criterios de conectividad, centralidad productiva y capacidad de generar sinergias regionales.
La ciudad de Junín, con ubicación en el noroeste bonaerense, a mitad de camino entre Buenos Aires, Rosario y Córdoba, aparece como la opción más plausible para articular una nueva institucionalidad.
La discusión no debe confundirse con un simple traslado de edificios. Se trata de repensar la gobernabilidad provincial en función de un modelo de desarrollo federal interno. Una capital situada estratégicamente en la zona núcleo permitiría:
- a) Desconcentrar el peso político del AMBA.
- b) Potenciar corredores logísticos y ferroviarios.
- c) Articular con las economías de Santa Fe y Córdoba en una plataforma común.
- d) Reconfigurar la relación con la Patagonia y su aporte energético y portuario. La Plata, en cambio, seguirá siendo una ciudad universitaria, cultural y judicial relevante, pero no tiene condiciones para asumir el rol de motor integrador de la provincia. La experiencia histórica muestra que, lejos de acelerar el desarrollo bonaerense, lo ha condicionado a la lógica metropolitana, demorando y retardando transformaciones estructurales.
La cuestión es entonces política y cultural: ¿la provincia de Buenos Aires está dispuesta a pensarse de otra manera? Una nueva capital no es una ruptura, sino la oportunidad de refundar su institucionalidad sobre bases territoriales reales. El futuro bonaerense no puede seguir dependiendo de un esquema diseñado en el s. XIX. Es momento de que la provincia más importante del país piense y construya su propio centro de gravedad.