¿Qué es el poder político en la Argentina? De Mitre a Milei

El poder político en Argentina

El poder político no es mera administración. Tampoco es una suma de gestos, slogans o retóricas de ocasión. El poder –en su sentido más profundo– es una forma de organización del sentido. Es la articulación de voluntades colectivas en función de un horizonte compartido. 

En la Argentina, desde 1861 hasta nuestros días, ese poder ha adoptado múltiples rostros: centralistas, populares, liberales, tecnocráticos. Pero siempre, en el fondo, vuelve al mismo dilema: ¿el poder nace del pueblo o se impone desde una élite ilustrada, esclarecida, mesiánica?

El poder como imposición

Bartolo Mitre, tras la batalla de Pavón en 1861, no solo ganó una guerra, fundó un modelo. Convirtió a Buenos Aires en el centro rector de un país centralista, excluyente y oligárquico. El poder se volvió propiedad privada de una casta ilustrada, más cercana a los salones de París y de Londres que a los «13 ranchos provincianos».

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El voto cantado, los padrones manipulados, la represión de las autonomías provinciales y el control férreo de la prensa y la educación establecieron una matriz de dominación, lo que se definiría como un «poder cerrado», un régimen donde la verdad es establecida por una minoría y el disenso es pecado.

La irrupción republicana

Las olas migratorias y el surgimiento de una nueva generación criolla reclamaron su lugar en la historia. La Ley Sáenz Peña (1912) abrió las compuertas de la participación, institucionalizando el voto secreto, universal (masculino), y obligatorio. Con ella, nace la Unión Cívica Radical como forma de oposición ética al régimen oligárquico.

El radicalismo encarnó, por un tiempo, una «revolución moral». Sin embargo, su debilidad doctrinaria y su inclinación a mimetizarse con los valores ilustrados europeos terminaron disolviendo su potencia popular. La ética sin estrategia, termina volviéndose discurso sin alma.

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La revolución doctrinaria

A mitad del S.XX irrumpe el único modelo de poder verdaderamente original y popular de la Argentina: el justicialismo. Pero su novedad no reside solo en haber representado a las mayorías, sino en fundar una doctrina nacional. Una cosmovisión. Una ontología política donde el poder no es dominio, sino conducción.

El peronismo organiza la comunidad, jerarquiza la justicia social, encarna una ética del trabajo, de la soberanía y de la solidaridad. No se trata de una ideología impuesta sino de una verdad vivida. Aquí, el poder deja de ser un aparato y se vuelve misión. Se transforma en «estructura abierta», en una narración compartida entre la conducción y su pueblo. Eso la hizo diferente a todo ideologismo europeo.

Las falsas superaciones

Desde 1983 en adelante, emergen dos intentos de sustituir esa doctrina fundacional. El primero, el liberalismo menemista, propuso una «revolución de mercado» basada en el culto al individuo, el consumo y el desarraigo. Su modelo fue importado y su resultado, un poder sin pueblo. Gobernó, pero no condujo. Administró, pero no construyó destino. Terminó olvidado.

El segundo intento fue el kirchnerismo. Su apuesta fue simbólica: fragmentar para representar (teoría Laclau-Mouffe). Construyó un relato de derechos parciales, identidades múltiples, estéticas culturales progresistas, y formas de poder más cercanas al ensayo universitario que a la plaza obrera. 

Intentó reemplazar el cuerpo doctrinario del peronismo con una narrativa fragmentaria. Pero, un relato sin referencia a una verdad profunda se vuelve propaganda. Y sin mística, no hay comunidad. Sin comunidad, no hay poder… y el poder se diluye.

El enigma Milei

Finalmente, aparece Javier Milei, expresión de una crisis terminal. Su ascenso no responde a una construcción de poder sino a una implosión del sistema. Es una criatura del hartazgo, una reacción del subsuelo social ante el estancamiento y la saturación cultural del progresismo. Su fuerza proviene del rechazo, no de una encarnación.

Su imaginario se apoya en una literatura económica sin anclaje popular, su vocabulario es extranjero, su épica se limita al ajuste, y su visión de país es la del algoritmo. Puede ser un momento, o puede ser el germen de algo nuevo. Pero sin base doctrinaria y sin comunidad organizada, su poder será efímero.

Conclusión: poder y doctrina

La historia argentina nos ofrece una lección irrefutable: solo sobreviven las formas de poder que nacen del pueblo y se alimentan de doctrina. El federalismo y el justicialismo perduran porque fueron expresión viva de una necesidad histórica y no el reflejo de una imposición ideológica.

Todo lo demás –el mitrismo, el liberalismo noventista, el progresismo identitario, el libertarismo algorítmico– son episodios de una larga crisis de representación. Son intentos de hacer política a espaldas de las mayorías, de gobernar sin comprensión de la realidad, de hablar sin escuchar.

Como enseñó el general Perón: «La política no se aprende si no se comprende, y el que la llega a comprender está por encima de las pasiones».

Solo hay poder cuando el pueblo lo sostiene con fe, con memoria y con un proyecto. Lo demás es ruido. Es superficie. Es arena que se escurre entre los dedos de la mano.

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