Vitreaux

En medio del vendaval tecnológico que se llevó puesto usos y costumbres, los pueblos de campaña parecen inmóviles, como si el tiempo no transcurriera, pero todo cambió

Plaza

A medida que transcurre el viaje por rutas del interior bonaerense se suceden ciudades y pueblos que conocemos solo de nombre, de pasada. Queda atrás uno, unos kilómetros más adelante aparece el siguiente y así sucesivamente hasta llegar a destino.

En Radiografia de la pampa Ezequiel Martínez Estrada describe a esta sucesión de pueblos de campaña que vistos desde la ruta parecen iguales, repetidos. No es así, concluye, y los compara con los vitreaux de la iglesias: inexpresivos por fuera, pero si entramos al templo y los miramos desde adentro todo cambia, aparecen formas, colores y matices que diferencian unos de otros. Como los pueblos, diferentes e irrepetibles.

Al ingresar por el camino de acceso, generalmente arbolado, se respira nostalgia de infancia o adolescencia, especialmente los que provenimos de pueblos de campaña. Cualquiera de ellos, sin importar la cantidad de habitantes, está compuesto por una cuadrícula de manzanas que crece del centro a la periferia conservando la misma distribución espacial.

La plaza central donde todo converge, con la iglesia, la comisaria y la sede comunal alrededor. Puede agregarse sin que desentone la escuela y el primer club social o deportivo, el banco Provincia, el Nación y teatros fundados por inmigrantes españoles o los italianos que bajaron de los barcos a comienzos del siglo pasado.

Alejado del área de influencia de la vuelta del perro, perduran los andenes de la estación sin trenes. Y a la salida, en los arrabales donde todo comienza o termina –según se ingrese o se salga del pueblo– de un lado el horno de ladrillos con el humo penetrante de la cocción y del otro el cementerio de paredones altos blanqueados y las bóvedas de familias tradicionales con sus cúpulas a la vista desde el exterior.

Esta disposición común de los pueblos de campaña es réplica del modelo español y resiste el paso del tiempo. Muchos nacieron con la llegada del tren y a muchos se los bautizó con el nombre del dueño del campo que cedió tierras para que se levante la estación. De la nada se expandieron y al sumar habitantes ascendieron de categoría, de localidad a ciudad. La mayoría de los que alumbraron con la llegada de la locomotora quedaron detenidos en el tiempo y colapsaron con el paso del último tren.

Hay otro tren, imaginario, que es el tren de la modernidad. Sin formaciones ni vías pero más complejo porque aunque no lo veamos atraviesa pueblos y ciudades. Rechazarlo significa cerrar las puertas de ingreso a la aldea global; si ascendemos y nos entregamos sin límites hay riesgo y se paga con la pérdida de la identidad. Pasamos a ser ciudadanos del mundo oriundos de ninguna parte.

La modernidad ha cambiado los paradigmas de la familia y su entorno tal cual la conocimos los que venimos del milenio pasado. En los pueblos de campaña aparenta que todo permanece inmóvil, que nada cambia, pero los habitantes y las costumbres mutaron.

Celular, computadora, cable, redes sociales. La tecnología enchufó a los vecinos a la aldea global y la modernidad. La vida entre cuatro paredes se impuso a la calle y el aire libre. Los pibes cambiaron, menos esquina, pelota y amigos del barrio. Menos plaza, más play.

El avasallante cambio tecnológico se llevó puesto telégrafo, telegramas, teléfono público y el de línea por ahí anda. A los que nacieron en este siglo hay que explicarles qué es una carta simple, certificada o expreso. El buzón es reliquia y el correo se reinventó en distribuidor de compras a distancia. Las publicaciones con soporte en papel desaparecen y hasta el mail, que era una flor recién cortada, corre el riesgo de marchitarse en el florero.

Hoy la comunicación es instantánea, hablamos y nos vemos por la pantalla del celular.

En medio de este verdadero vendaval que se llevó puesto usos y costumbres, la radio logró resistir al cataclismo y mantiene viva la agenda cotidiana de los vecinos. Sobrevive porque se adaptó al mundo digital y cada uno lleva la radio en su celular.

El derrumbe de los diarios de papel y revistas se llevó puesto al canillita y al quiosco de la esquina. Diarios y semanarios dejan de tener horario fijo de salida. Matutino, vespertino, semanario, son palabras huecas. Los diarios adoptaron la mecánica de las agencias, noticias al instante todo el día, todos los días, a toda hora.

Mientras tanto, los pueblos de campaña parecen que siguen ahí, inmóviles, como si el tiempo no transcurriera, pero todo cambió. Es el mismo pueblo en otro mundo, el de las redes sociales que forman parte de la canasta familiar. Se usan para informarse, entretenerse, relacionarse con afectos cercanos y lejanos. Navegan sentimientos de ida y vuelta con íconos y emoticones; nacen fugaces historias de amor que al instante desaparecen; se reencuentran amigos, primeras novias y rastros del vecino que se mudó a otro lugar.

Y queda una duda que planteo: ¿Las redes sociales nos acercan o alejan? ¿A través de ellas nos sentimos rodeados de amigos o más solos que nunca?

Respuesta con puntos suspensivos, a gusto de cada uno.

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