Durante décadas, el modelo agropecuario dominante fue desplazando a los pequeños productores, concentrando tierras, automatizando procesos y desconectando la producción de la comunidad. Se perdió el vínculo entre quien siembra y quien consume, entre quien cría y quien cocina, entre quien habita y quien decide.
El campo se volvió paisaje de paso, territorio de máquinas, zona de rentabilidad sin comunidad. Pero en los márgenes, en los bordes, en los intersticios, persisten experiencias que nos recuerdan que otra ruralidad es posible. Una ruralidad que ya había sido pensada en el s. XIX por un tal Domingo F. Sarmiento.
La política agraria pensada por Sarmiento destaca su visión de una Argentina poblada por familias productoras, con tierras distribuidas en forma accesible, granjas modelo y escuelas rurales. Proponía transformar el campo en campiñas agrícolas, productivas y pobladas, integrando educación, silvicultura e industria pastoril.
Sarmiento consideraba que el latifundio era un obstáculo para el desarrollo y que el progreso debía surgir desde el trabajo local, la propiedad familiar y la cooperación entre productores
Hoy comienza a emerger un nuevo esquema de granjas familiares con vocación productiva, comunitaria y territorial. Estas granjas no son meras unidades económicas: son espacios de vida, de transmisión de saberes, de trabajo compartido. Integran agricultura, ganadería, agroindustria y afecto. Permiten diversificar la producción, adaptarse al entorno, generar empleo local y sostener el arraigo.
No compiten con el agronegocio, lo complementan, lo humanizan, lo territorializan. Y cuando se articulan en cooperativas de trabajo y producción, con planificación estratégica desde un regionalismo activo, multiplican su potencia. Porque la cooperación no es solo una forma económica: es una ética del nosotros.
Las cooperativas permiten compartir maquinaria, comercializar en conjunto, acceder a créditos, capacitarse, planificar. Pero, sobre todo, devuelven sentido. Transforman la competencia en colaboración, el aislamiento en red, la incertidumbre en horizonte. Y si el Estado municipal se involucra, si deja de ser espectador y se convierte en impulsor, el círculo se completa. Porque es desde el municipio −desde lo cercano, lo concreto, lo cotidiano− que puede nacer una nueva ruralidad.
El municipio puede facilitar tierras, acompañar procesos, comprar local, formar jóvenes, conectar saberes. Puede ser el puente entre la granja y la escuela, entre la cooperativa y el comedor, entre el productor y el vecino. Y si los municipios se organizan en regiones, si cooperan entre sí, si piensan en escala humana pero con mirada estratégica, entonces la provincia puede ponerse en marcha. Porque como decía Manuel Dorrego «los municipios son pequeños engranajes que al ponerse en movimiento mueven a la gran rueda que es la patria».
No se trata de volver al pasado sino de recuperar lo mejor de él para proyectarlo hacia adelante. De sembrar futuro con manos locales, con políticas concretas, con relatos que contagien esperanza. De poblar el campo no solo con producción, sino con comunidad. De hacer del municipio el motor, y de la región el combustible que enciende la combustión. Porque cuando el territorio se organiza desde abajo, cuando la gente vuelve a habitarlo con dignidad, cuando la producción se vincula con la vida, entonces sí, la provincia es una Comunidad Organizada.