En una Argentina fragmentada y convulsionada, surgen dos figuras que, desde lo más profundo del sentir popular nos invitan a la reflexión: Alejandro «Pitu» Salvatierra y David «El Dipy» Martínez.
El Pitu, militante kirchnerista, elegido diputado en Ciudad de Buenos Aires. El Dipy, ícono libertario, cantante de cumbia y candidato libertario. Uno salió de las calles duras de la capital; el otro, de los barrios más golpeados del conurbano. Ambos conocen el hambre, la exclusión y la violencia estructural. Ambos cargan el mismo origen, pero caminaron rumbos opuestos.
No se trata de una comparación política existencial, al estilo de El Perro Verde de Quinteros. No es una tabla de posiciones ideológica. Se trata de entender lo que este tiempo nos está gritando: el pueblo pobre está roto. Y esa rotura se expresa de múltiples formas, incluso enfrentadas entre sí. Lo que vemos en Salvatierra y en Martínez es el drama argentino del desarraigo, ese desgarro silencioso que se produce cuando se asciende individualmente pero se pierde el sentido colectivo.
Pitu transformó la bronca en militancia. El Dipy, en resentimiento. Salvatierra vuelve a su villa lleno de orgullo militante, como quien sabe que el lugar de origen es también su lugar de destino. El Dipy, en cambio, parece renegar del barro que lo vio nacer, de su pasado en la villa; se exhibe como ejemplo de que “si yo pude, todos pueden”. Y no, no todos pueden. Porque no todos encuentran las redes de contención, el favor político, la oportunidad justa y el lugar justo.
En ambos casos, sin embargo, hay algo que duele: la soledad del que asciende sin comunidad. A Pitu lo critican muchos compañeros, lo acusan de ser “demasiado villero” para un cargo legislativo. Al Dipy lo inflan los mismos poderes que siempre pisotearon al pueblo, y lo usan como máscara de una crueldad meritocrática que responsabiliza a los pobres por su pobreza.
Los dos son hijos del mismo sistema que expulsa y margina. Uno decidió organizar desde adentro, el otro, atacar desde afuera. Pero ambos son síntomas de un país que ya no sabe a qué clase de futuro aspira, porque ha perdido su raíz común.
Los peronistas debemos reflexionar. ¿Qué hicimos –o dejamos de hacer– para que un hijo adoptivo de La Matanza termine defendiendo ideas que empobrecen aún más a su gente? ¿Y qué responsabilidad tenemos cuando, aun dentro de nuestro campo nacional y popular, miramos con desconfianza a los que vienen desde abajo, como si ocupar un cargo fuera privilegio exclusivo de universitarios, profesionales, acomodados u oligarcas?
El desarraigo no es solo geográfico. Es emocional, cultural, espiritual. Es cuando el ascenso individual se paga con la ruptura del vínculo con los propios. Es cuando el que logra salir se queda solo, sin comunidad, sin sostén, sin memoria colectiva. Presa fácil del sistema. Y si no los cuidamos, seguiremos viendo cómo nuestros hijos –hayan elegido la bandera que sea– se convierten en instrumentos de los que siempre odiaron al pueblo.
El Pitu y el Dipy nos muestran, desde caminos tan distintos, una misma tragedia: el desarraigo como síntoma de una Argentina partida. Y la urgencia de reconstruir, desde abajo y entre todos, una comunidad organizada donde ascender no sea traicionar, sino volver con más fuerza, más conciencia y más amor por el pueblo.