Apenas los padres descubren el resultado de un test de embarazo, comienza la búsqueda del nombre que quedará grabado para siempre en el documento nacional de identidad. Sin embargo, la vida suele torcer esos planes: con el tiempo, amigos y vecinos lo llamarán de otra manera, con un apodo que brota como flor silvestre y que lo acompañará hasta el último día.
El nombre es como un CBU: formal, obligatorio, único. El apodo, en cambio, es el alias entrañable que recordamos y usamos en cualquier transacción afectiva.
Tan fuerte es esa marca que en los pueblos cuando un vecino muere, el obituario no puede prescindir del apodo entre paréntesis. De lo contrario, para los lectores el difunto será un desconocido. Triste paradoja: enterarse del “verdadero” nombre de un amigo el mismo día de su despedida.
Los nombres, como las modas, cambian con cada generación, que dura entre veinte o treinta años, que es el tiempo desde que una persona nace hasta que tiene hijos y forman su propia familia. Hoy, en la generación Alfa −los argentinos nacidos después de 2010− los nombre de varones más utilizados son Felipe, Mateo, Bautista, Valentino o Benjamín; en mujeres pican en punta Olivia, Emilia, Isabella, Catalina o Emma. Nombres hermosos que, tarde o temprano, quedarán relegados al DNI cuando lleguen los apodos de la escuela y la calle.
Algunos serán simples recortes: Nicolás/Nico, Francisco/Paco o Pancho, José/Pepe, María/Mari, Gregorio/Goyo. Otros hablarán del origen familiar: Ruso, Tano, Turco, Alemán, Vasco o Gallego. Y no faltarán los crueles, nacidos de rasgos físicos: Cabezón, Flaco, Gordo, Pelado, Petiso.
En la política también los presidentes se vuelven apodos: el Peludo (Yrigoyen), el Pocho (Perón), el Turco (Menem), Chupete (De la Rúa), el Pingüino (Kirchner).
En el fútbol, los sobrenombres narran la historia de los clubes mejor que cualquier libro. Con solo decir Muñeco, Conejo, Burrito, Matador, Káiser, Príncipe, Saeta Rubia, o Pato, se dibuja la banda roja. Si suenan Pelusa, Mono, Topo Gigio, Loco, Mellizo, Apache o Pájaro, vibra la Bombonera.
Y si pronunciamos Pulga, Dibu, Cuti, Toro, Araña, Fideo, Scaloneta o la Tota, la memoria reciente nos estremece y las lágrimas vuelven a brotar.
El genial artista Pablo Picasso firmaba sus obras con una síntesis de su nombre y era comprensible. Sus padres lo registraron en la iglesia del pueblo con un compuesto de 25 palabras, costumbre de la época, donde se engarzaban nombres de padres, abuelos y santos
En el registro español figura como Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruíz y Picasso.
Por su dimensión solo la monumental obra Guernica le hubiera permitido estampar la firma completa y de manera proporcional al cuadro, de 3,5 x 7,8 metros, que se expone en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Con la síntesis de sus trazos, el genial artista optó por firmar sus obras con el nombre que lo inmortalizó.
Simplemente Picasso.