Durante 45 días de recorrido por la provincia de los bonaerenses, una de mis mayores alegrías es observar lo que sucede en el subsuelo de uno de los territorios más fértiles del planeta, con tradición agrícola, infraestructura instalada y cercanía estratégica a los puertos.
Sin embargo, Buenos Aires enfrenta despoblamiento rural, concentración productiva y migración juvenil hacia el conurbano. En este contexto, las granjas familiares −las pensadas por Faustino Sarmiento− emergen como una alternativa concreta, territorial y esperanzadora.
No se trata de un fenómeno marginal. En Bragado se cultiva algodón; en Médanos y Tandil, vinos; en Saavedra, trufas; en San Pedro, arándanos; en Mercedes, nuez pecán; en Cañuelas y Lobos, lavanda, albahaca y amaranto; en Florencio Varela, frutillas; en Dorrego y Tres Arroyos, olivares y aceite de oliva; en Mar del Plata, kiwi.
Estas experiencias, aunque dispersas, comparten una lógica: producción intensiva, identidad territorial y alto valor agregado, pero también enfrentan obstáculos estructurales. La falta de crédito, la precariedad de caminos rurales, los altos costos energéticos y la concentración logística las condenan a sobrevivir en condiciones adversas.
El Estado provincial, más atento al modelo cerealero-exportador, no ha generado políticas públicas que acompañen esta reconversión.
La propuesta es clara: transformar estas experiencias aisladas en un sistema cooperativo articulado. Los más de 600 pueblos despoblados de la provincia −con escuelas cerradas, estaciones abandonadas y clubes vacíos− pueden convertirse en núcleos de producción familiar. Con créditos blandos, infraestructura básica, y un sistema estatal de compras, se puede repoblar el territorio, generar empleo local y diversificar la matriz productiva.
Inspirarse en el modelo del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) de 1946 puede ser clave. Un IAPI bonaerense regional podría comprar la producción de cooperativas, procesarla en plantas regionales, colocarla en mercados nacionales e internacionales y reinvertir las divisas en infraestructura local. Así, la provincia dejaría de ser un territorio fragmentado y dependiente para convertirse en una comunidad organizada.
Las cooperativas de producción podrían ser artífices de esta estrategia. Permitirían asociar productores, compartir recursos, agregar valor en origen y defender precios justos. Reimpulsar el movimiento cooperativo bonaerense es una decisión política que puede cambiar el rumbo de la provincia.
Las granjas familiares no son nostalgia del s. XIX: son el primer paso hacia la acumulación originaria de capital, para luego industrializar. Son la posibilidad de refundar Buenos Aires desde abajo, con los pueblos como protagonistas y la comunidad como motor. Allí donde los políticos ven inviabilidad, ofrecer nuevos aires e innovación. Solo falta organización.