Leí una vez que el mar es enfermedad que si se contrae de niño, luego no se cura más. Padezco esa enfermedad que, paradójicamente, además de incurable es curativa, porque según afirma Karen Blixen, la escritora danesa autora del libro que dio vida a la película “África mía”, la cura para todos los males siempre es agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar.
Conocí Sauce a comienzos de los años 60 de la mano de mis padres, cuando era pequeño como el poblado de casas modestas y dispersas, perdidas entre médanos y tamariscos, con un enigmático convento de monjas vestidas de blanco que a la hora del crepúsculo de los veranos, un carro tirado por caballos las acercaba a caminar descalzas por la orilla del mar. A esta imagen de película, el publicista y amigo entrañable Carlos Ceretti la hizo poesía, que luego vestida de música inmortalizó Nora Roca. (clic acá para escuchar)
Por entonces, ir a Sauce desde Monte Hermoso era una verdadera aventura. Sin camino costero, había dos opciones para llegar: hora y media de caminata a paso firme por playa desierta, con sol de frente, que requería levantarse muy temprano y regresar al caer la tarde antes que el faro encendiera la noche.
La otra, en vehículo emprender la fascinante odisea de atravesar médanos y lagunas por un angosto camino interior poblado de garzas y flamencos, en medio del atronador sonido del silencio.
De aquel Sauce inicial quedan fotos amarillas y recuerdos de vecinos memoriosos, sobre los que se fue edificando el balneario de hoy, con identidad propia que moldea a diario el aluvión de nuevos vecinos y turistas cosmopolitas atraídos por un insumo cada día más escaso: naturaleza en estado puro al borde del mar.
Como dice el texto anónimo que se adapta a cualquier pueblo costero, en el verano los cabellos son más ligeros, la piel más oscura, el agua más cálida, las bebidas más frías, la música más fuerte y las noches más largas. Con ese combo de simples cosas, la vida en Sauce frente al Atlántico es vivible y saludable porque lo que atrae es disfrutar su orilla atlántica de sol a sol.
En Sauce no hay servicios de playa. Todo es a la antigua, tracción a sangre, donde cada familia o grupo de amigos enfila a la playa por la bajada cercana transportando sombrillas, reposeras y bolsos. En buena hora se cumple la norma de prohibición absoluta de circulación y estacionamiento de vehículos en la playa. Para eso hay una bajada náutica camino a la desembocadura del río que le da nombre al balneario.
La ribera del mar son kilómetros de franja de arena que se ensancha y se angosta según el dictado diario de las mareas, donde cada veraneante elige lugar para el acampe. Los más urbanos se distinguen rápidamente porque plantan bandera lejos del resto. Los de pueblo chico, en cambio, disfrutan el baño de multitudes, rodeados de carpas y sombrillas.
La despedida diaria del sol de los veranos, en el mar, es fascinante y adictiva. Si las nubes se interponen, los colores pastel se multiplican y cada atardecer que se repite desde el fondo de los tiempos es diferente, sublime y conmovedor.
La despedida del sol atrapa, además, porque tiene detrás la historia del día de playa que dejamos atrás. A diferencia del amanecer, que requiere el esfuerzo de madrugar, siempre es agenda en blanco e incógnita descifrar del día que comienza.
El artista plástico uruguayo Páez Vilaró también disfrutaba amaneceres y atardeceres en su casa de Punta del Este, que como nuestra costa también mira al sur. Y acuñó una frase ideal para grafiti callejero: “Soy millonario en soles que guardo todos los atardeceres en la alcancía del horizonte”
En Sauce el día no se mide con reloj y calendario. Las vacaciones comienzan cuando se pierde la noción del tiempo y la hora se calcula por el estado de las mareas y la posición del sol.
Los datos del tiempo y sobre todo el pronóstico es tema principal de la agenda de amigos en reposeras. Lo mismo que la velocidad y dirección del viento, eterna variable que descompagina el día de playa, con sobredosis de ráfagas periódicas que resultan francamente insoportables.
El secreto es aprovechar las mañanas porque el viento no es madrugador, se levanta tarde, después del mediodía. Por eso no hay mayor placer que salir a caminar bien temprano al borde de la rompiente, respirar aire de mar con la mente despejada, el sonido continuo de las olas y la compañía en vuelo de gaviotas y golondrinas.
Reflexión para el final del gran escritor Henry James que firmo al pie: Tarde de verano; estas han sido siempre las palabras más hermosas de mi lengua.