La América hispana, tierra de hombres y mujeres sencillos, de rostro curtido por la tierra y la esperanza, se agrupa y mira hacia el horizonte. En el cielo, sobre el valle y entre montañas, en la llanura y en las pequeñas ciudades, entre bosques y pueblos olvidados, resplandece una cruz: símbolo eterno de paz y guía espiritual de nuestra salvación.
América es un pueblo que espera. Espera con su fe intacta, con el corazón encendido. Una cruz que revela una verdad silenciada por muchos: que el alma de la América profunda sigue siendo cristiana, comunitaria, trabajadora y profundamente esperanzada.
Hoy, mientras el mundo católico se prepara para una nueva elección papal, la pregunta resuena con fuerza desde Texas hasta la Patagonia: ¿será América hispana quien guíe nuevamente a la Iglesia católica?
No es solo el continente con mayor número de fieles: América hispana ha sido, a lo largo de los siglos, testimonio viviente de una fe encarnada en lo popular, lo comunitario y lo solidario. Desde las misiones jesuíticas hasta la teología del pueblo, desde la resistencia silenciosa de comunidades indígenas, afroamericanas y campesinas, hasta la ternura inquebrantable de las abuelas que rezan el rosario al amanecer, América siempre ha hablado con su sangre, con su hedor, con su entrega.
La elección de Francisco, el primer papa del sur global, fue un primer paso. Fue también una señal: Roma comenzaba a escuchar la respiración del continente. Pero los gestos no bastan. América necesita seguir hablando, con obispos y cardenales que no actúen solo como delegados del Vaticano en el sur, sino como verdaderas voces del sur en el Vaticano.
¿Y qué dice ese sur?
Dice que la Iglesia debe caminar con los pobres, no sobre ellos. Que debe hablar con el lenguaje de la ternura, de la justicia y no solo de la caridad. Que debe abrazar la mística de los pueblos antes que los pretextos de las élites.
América hispana –mestiza, dolorida y luminosa– no pide privilegios, pide reconocimiento. Porque no solo entrega mártires: también produce pensamiento, genera organización, crea comunión.
Nuestro pueblo no espera un mesías sino un pastor. Un pastor que venga del barro, que reconozca la voz de la historia y el aroma del presente. Que entienda que el cristianismo no es una ideología sino una vida compartida entre hermanos.
El próximo cónclave puede ser una oportunidad histórica, no solo para elegir a un nuevo papa hispanoamericano, sino para consolidar el giro espiritual que Francisco inició. Un momento para reafirmar que la Iglesia no es un poder encerrado en palacios sino un pueblo vivo que peregrina hacia la trascendencia.
Desde la América profunda ya se eleva la plegaria: que el nuevo papa hable nuestro idioma, no solo en lengua, sino en espíritu.