¿Iglesia eclesiástica o Iglesia evangélica? El dilema no es teológico, es existencial

¿Iglesia eclesiástica o Iglesia evangélica? El dilema no es teológico, es existencial

«Una Iglesia que no se une a los pobres, a fin de hablar desde el lado de los pobres, en contra de las injusticias que se cometen con ellos, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo…» Ignacio Ellacuría.

La Iglesia católica enfrenta una de sus encrucijadas más profundas desde el Concilio Vaticano II. Pero esta vez no se trata solo de reformas litúrgicas o debates internos entre conservadores y progresistas. La tensión de fondo es más radical: ¿seguirá siendo una Iglesia eclesiástica o se atreverá a ser verdaderamente evangélica?

La Iglesia eclesiástica es la que se organiza en torno a su propia estructura: jerarquías, títulos, burocracia, derecho canónico, cargos y solemnidad. Es la que se piensa a sí misma como institución más que como misión. Tiene un rol importante: garantiza continuidad, preserva la tradición, cuida los sacramentos. Pero si se encierra en ese rol, termina hablándose a sí misma en un lenguaje que el mundo ya no comprende, mientras el dolor del pueblo golpea sin respuesta.

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La Iglesia evangélica, en cambio, es aquella que sale al encuentro, como decía Francisco. Es la Iglesia que se funda en el Evangelio como dinamita espiritual, como proyecto de transformación concreta, no como consuelo decorativo. No niega la liturgia, pero la somete al amor. No vive para custodiar reglas sino para liberar al hombre. Es la Iglesia que no administra poder sino que asume el conflicto del mundo con mirada de pastor y coraje de militante.

El dilema no es teológico: es existencial. Porque en un mundo donde el ser humano del Occidente está siendo disuelto por el algoritmo, desfigurado por la tecnocracia y anestesiado por el mercado, la Iglesia no puede limitarse a custodiar ritos. Tiene que ponerse de pie.

Si la Iglesia es solo eclesiástica, quedará al margen de la historia. Será una institución más, decorativa, con peso simbólico, pero sin potencia transformadora. Un museo de la fe, pero no una trinchera por el Ser.

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Ser evangélico, en este SXXI, no es repetir fórmulas piadosas. Es tomar el Evangelio como fuerza de conflicto contra un sistema que deshumaniza. Es volver a decir: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado».

Hoy la política no habla del hombre. El sindicalismo ya no defiende al trabajador. La educación no forma, la tecnología no libera. ¿Quién queda, entonces, para decir que el hombre no es un dato, ni un algoritmo, ni un cliente? Queda la Iglesia. O debería quedar.

Una Iglesia evangélica no se mide por la cantidad de misas, sino por la capacidad de intervenir en la historia. No por la rigidez del dogma, sino por su fidelidad al sufrimiento de los pueblos.

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Como dijo San Óscar Romero: «La Iglesia debe sufrir por decir la verdad, por señalar el pecado, por arrancarlo de raíz. Nadie quiere que le toquen una llaga, y por eso una sociedad con tantas llagas se estremece cuando alguien tiene el valor de tocarla».

¿Queremos una Iglesia que viva para mantenerse o una Iglesia que se anime a morir por su pueblo? ¿Una que repita protocolos o una que vuelva a la calle con olor a Evangelio, a barro, a hedor, a pueblo?

El mundo occidental se cae, y Dios no habita en estructuras inertes. Habita donde hay lucha por el hombre.

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